Internacionales

27 de Mayo de 2021

El nacionalismo en la Franja de Gaza

/ Por Mateo Tedesco - Periodista

 

Gobernar en la era moderna implica trabajar por el bien común, y retener el poder la máxima cantidad de tiempo posible. La segunda es una verdad más incómoda que la primera, todos la entendemos implícitamente, no hace falta leer manuales de tacticismo político como El arte de la Guerra para caer en esta realidad. Pero la dirigencia trata de ocultarla por intermedio de trucos de gobernanza englobados bajo un concepto: el nacionalismo.

En estos días se habla de una guerra entre dos Estados, que tiene como epicentro un territorio dramáticamente poblado, con serias complicaciones humanitarias y sociales en las que el coronavirus ha llegado para empeorar la problemática acumulada. Los protagonistas, Israel y Palestina, están sumidos en un eterno conflicto que involucra el sentido del nacionalismo; dos naciones que reclaman un territorio que sólo puede ser ocupado por uno.

La comunidad judía buscaba un lugar donde instaurarse tras un Holocausto terrible; que tuvo como nefasto objetivo el exterminio de esta religión en Alemania y en el resto del territorio europeo. Un tal Adolf Hitler los definió con una serie de características que no se “ajustaban” a lo que él consideraba identidad alemana, o raza aria.

El pensamiento de este personaje fue extensamente abordado y estudiado, pero lo pertinente aquí es quedarnos con una vaga idea de nación que lo formó. El filósofo Johann Fichte construyó una concepción de nación basada en rasgos como la educación, la lengua y la religión. Probablemente incurrió en el vicio de imponer la nación sobre un Estado, al entender al aparato estatal como un mero medio para difundir el nacionalismo alemán. Hitler lo expuso con sus ideas de conquistas napoleónicas en más de un Estado, hasta el fin de la Segunda Guerra; que daría respiro a la perseguida comunidad judía con una resolución histórica.

El ya conformado Estado de Palestina se dividió hacia 1947 en territorios judíos que conformaron Israel, y otros palestinos, que quedaron en minoría. Así se abrió un conflicto que ya había iniciado en el pasado, pero que se materializó por la resolución de la ONU de la partición. Jerusalén también se dividió en una parte judía, en el lado emblemático del Muro de las Lamentaciones; y la árabe, con la Explanada de las mezquitas.

Luego llegó una Guerra de los Seis Días sangrienta, casi 20 años después, por la cual los israelíes anexaron toda Jerusalén, lo que llamarían su capital oficial, así como más territorios palestinos. Se sucedieron intifadas reaccionarias en respuesta al avance israelí, reconocimientos internacionales medianos, el surgimiento del grupo Hamas como brazo armado de Palestina y la comunidad árabe, hasta desembarcar en la Franja de Gaza: territorio diminuto donde la mayoría de la población palestina se concentra y sufrió la guerra de estas últimas semanas.

Por lo tanto, nos hallamos con dos Estados que intentan extender sus espacios y fronteras tanto como pueda ser posible. El justificativo será el sentido de pertenencia de una nación, un término inconmensurable e imposible de definir en una oración, párrafo, artículo, libro o biblioteca entera. Sólo un conjunto de políticos desesperados por conservar su poder puede tomarse el atrevimiento de elegir un símbolo o reclamo histórico para plantarles bandera a quienes pretenden gobernar obedientemente.

Ocurrió en la Guerra de Malvinas, con un gobierno británico y una dictadura argentina que tenían escaso apoyo popular. Enfrentó a la conservadora Margaret Thatcher, quien tenía una clase obrera siempre sublevada; contra el recién ascendido Leopoldo Fortunato Galtieri en la Junta Militar ilegal, en búsqueda de limpiar las primeras denuncias por los crímenes de lesa humanidad. Dos naciones en disputa de un territorio, con el fin de salvar gestiones y procesos dictatoriales en decadencia. 

Similar a Benjamín Netanyahu, presidente de Israel desde hace 12 años con una amplia vocación de anexar más territorios palestinos a su Estado, que estaba a punto de perder el gobierno a manos de una coalición que incluía a un partido árabe. Su tiempo se agotaba, pero una hostilidad israelí contra la Explanada de las Mezquitas aceleró la guerra en la Franja de Gaza. Recordemos la importancia de la Explanada árabe, cuando allí por 1947 la división de Jerusalán les dejó este símbolo sobre el cual aún pesan discusiones históricas de un templo que sería de origen judío.

Una chispa encendió la llama nacionalista. Netanyahu dispuso bombardeos sobre el territorio palestino, Hamas respondió con la famosa lluvia de cohetes que cayó sobre la ciudad israelí de Tel Aviv. En el medio, los ciudadanos miran al cielo buscando en su credo algo de paz, pero sólo encuentran proyectiles de quienes deciden defender su identidad nacional como si pudieran hacerlo. Eric Hobsbawm es un historiador que gambeteó la concepción de una idea de nación determinante, justificando que nada nos dice sobre “el cerebro de los ciudadanos” e incluso partidarios.

En su opinión, abrir el paraguas de nación dirigía a los gobernantes como Netanyahu, Thathcher, Hitler, Galtieri y muchos otros hacia una terminología gravemente subjetiva. No se trata de describir a la nación como vacía, sino demasiado cambiante como para definirla en una agresión a la mezquita árabe o en el accionar del grupo terrorista de Hamas. El autor describe este vicio por la nación como una “comunidad imaginada” de la dirigencia política, con el fin de traer pertenencia a una ciudadanía que necesitan moldear.

“Convertir campesinos en franceses” traería una superioridad “nacional” a los gobiernos que tratan de imponerse sobre otros. En la recomendable película “Ser digno de ser” podemos ver la necesidad de judaización sobre un niño de origen africano que reinaba tras la Guerra de los Seis Días en Israel. La misma idiosincrasia se ha expandido desde este momento bisagra con la problemática variable religiosa. En el recetario de Fichte sobre la nación, el vicio de atribuirle una religión a la población era definido como una “elevación” más allá de todo tiempo.

Lo más preocupante de este “Discurso a la nación alemana” de Fichte, que podemos interpretar en múltiples casos, es la idea de un “amor a la patria” por encima de la paz interna. Este sentimiento tiene también un elemento educativo complementario para fortalecer a la nación en su ideología, hablando rápidamente en términos gramscianos, que el mencionado Hobsbawm lo retoma: la educación es una pieza fundamental para que los dirigentes busquen la unión de un país, una bandera y un sinnúmero de tradiciones.

De este modo, el discurso nacionalista es inagotable y está al alcance de cualquiera que busque encolumnar a una ciudadanía detrás de una guerra. Adjudicarles un sentimiento ciudadano nacional a las decisiones que constituyen crímenes contra los derechos humanos ocurrió, ocurre y ocurrirá siempre. “Divide y reinarás” dice la máxima, mantener el poder con la comunión y armonía del pueblo es otra premisa de Sun Tzu, en el inolvidable “Arte de la Guerra”. De costado mira un organismo como la ONU, que no termina de ponerle fin al conflicto de Israel y Palestina que justamente abrieron con la partición de este Estado. 

 


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