Hoy el mundo posa sus ojos en las noticias provenientes de Estados Unidos ante el aberrante crimen de odio de George Floyd a manos de Derek Chauvin, quien fuera miembro de la policía de Minneapolis en el estado de Minnesota. De este lado del hemisferio los abusos policiales también se suceden con preocupante frecuencia y proximidad.
Cuando el sol se esconde detrás de los edificios de la Capital Federal, un manto grisáceo baja sobre las avenidas porteñas dejando un descolorido paisaje de cemento y hierros. La mayoría de las farolas de la Plaza de Mayo ya alumbraban a su alrededor esa tarde del 1ro de septiembre de 2017, donde miles de personas marcharon frente a la Casa Rosada pidiendo por la aparición con vida del joven Santiago Maldonado, a un mes de su desaparición.
El caso azuzaba el fantasma de los años más oscuros de la historia argentina con un violento proceder de las fuerzas de seguridad para disciplinar la protesta social. En la capital del país, gobernada por la misma fuerza política, la Policía de la Ciudad no era la excepción.
Si algo caracterizó aquella jornada fue su desarrollo pacífico. Movimientos artísticos, culturales, sociales y de Derechos Humanos le daban una señal de descontento al gobierno de Mauricio Macri y a la política represiva de Patricia Bullrich al frente del ministerio de Seguridad de la Nación. El crimen de Maldonado -la forma de su muerte- a manos de la Gendarmería Nacional que ejecutó un operativo de represión en la comunidad mapuche Pu Lof de Cushamen, en Chubut, fue la punta de lanza para la construcción de sentido macrista que luego desembocaría en la doctrina Chocobar, evocando el caso del policía que asesinaría por la espalda a Pablo Kukok en diciembre de ese mismo año.
En Plaza de Mayo ya había comenzado la desconcentración y el centro lucía cada vez más despoblado. Varios grupos de jóvenes se mantenían juntos compartiendo charlas y otros se despedían para sumergirse en la boca de alguna línea de subte. Todos interpretaban esos instantes como el cierre de una jornada de lucha. Hasta que de pronto una columna de uniformados comenzó a avanzar encolerizada desde la zona de Catedral hacia la plaza. Se oyó una serie de disparos y luego las corridas. Otra vez, el violento despliegue policial.
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Clivia Ricle tiene 28 años, es docente de biología y da clases en distintas escuelas de Campana. Ese día había llegado a la plaza junto a un amigo para pedir la aparición con vida del joven anarquista. Luego de la manifestación ambos permanecieron algunos minutos en las inmediaciones del lugar hasta que vieron la arremetida de la fuerza de seguridad porteña. Ella solo atinó a sacar su celular para registrar el accionar de los uniformados que desentonaba con la pacífica protesta. Sacó su celular para guardar allí lo que sus ojos veían. Solo pudo tomar dos imágenes del avance de la escuadra, hasta que un impacto en su ojo derecho la derribó y todo se oscureció.
En su recuerdo todavía perdura la confusión de esos instantes donde alcanzó a decirle a su compañero que la lleve a un hospital. El golpe había sido provocado por una munición del tipo de las que se utilizan en paintball y representaba un símbolo del proceder de la policía de Horacio Rodríguez Larreta, que consistía en marcar a los manifestantes para luego desplegar la cacería por las calles de la ciudad.
Mientras evitaban ser alcanzados por los efectivos encontraron refugio en una esquina cercana donde fueron asistidos por otros jóvenes que también se guarecían en el lugar. Llamaron a un ambulancia que demoró varios minutos en llegar, pero finalmente la llevaron primero al Hospital Argerich y luego al Hospital Santa Lucía. Para ese momento, Clivia ya había perdido la visión de un ojo por la inflamación. Su ropa y la de su compañero lucían en pintura amarilla las huellas de la represión.
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Clivia siente dolor. Pasan los minutos y su cara luce cada vez más hinchada con un ligero corte en su piel. Tiene el cuerpo cansado y siente miedo de perder totalmente la visión. Del otro lado de una tela blanca escucha a una enfermera preguntar si debe preparar el quirófano. El equipo de médicos que la acaba de revisar le dice que espere, que primero la van a trasladar hasta el Hospital Durand para practicarle una tomografía. De repente dos policías cruzan caminando por el pasillo y ella apenas logra distinguirlos, pero su amigo los ve mejor. Los efectivos cruzan algunas palabras con el médico y ella ve cómo dos rostros difusos la miran. El hombre del ambo blanco les pide que esperen afuera.
Una de las imágenes del avance policial que Clivia alcanzó a tomar con su celular
Uno de los policías le dice al pasar que vienen a tomarle los datos, que la denuncia puede hacerla ahora, el lunes o cuando se sienta mejor. Ella responde que ahora no, que no se siente bien. Un médico interviene en la situación y la acompaña hasta la ambulancia que la llevará al otro nosocomio para realizarse el estudio.
A su regreso son diferentes los policías que la esperan. Le dicen que serán su consigna y que tienen la orden de seguirla a todas partes. Nunca pensó que el camino hasta el baño también formaba parte de esa directiva. Estos efectivos muestran una actitud diferente: se mueven tensos, ansiosos, y todo el tiempo insisten en llevarla a la comisaría para que denuncie –ante sus propios agresores- lo que ocurrió horas antes. Ella vuelve a negarse y cuestiona por qué en el procedimiento no está presente una policía mujer. El agente se cansa y la obliga a subir a un patrullero bajo la amenaza de acusarla por resistencia a la autoridad. Separada de su amigo, temerosa, angustiada y con la visión reducida, Clivia viaja en la parte de atrás de un patrullero hacia la sede policial.
Ahora sí está sentada frente a una mujer policía que se queja por una impresora que falla y resopla cuando la denunciante le pide corregir una oración. En una habitación de la Comisaría 18 la agente le acerca el papel que contiene el testimonio para que lo lea y lo firme. Clivia no puede leerlo, la mujer resopla con fastidio otra vez.
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Durante las semanas siguientes le sobrevinieron situaciones de angustia. A la joven docente le costaba caminar sin chocarse las cosas por la visión reducida y presentaba dificultades para subir escaleras. Aún hoy, esas situaciones la acompañan cuando tiene la vista cansada. Durante tres meses tuvo que dormir en una posición particular al presentar un coagulo en el ojo y suministrarse varias medicaciones de manera constante, lo que también le contrajo problemas de sueño.
“No veía la cara de los alumnos que estaban en segunda fila. Tuve que reconstruir la materia para poder evaluarlos de forma oral”, cuenta mientras detalla cómo cambió su vida a partir de la brutalidad policial. Tiempo después Clivia volvió a participar de movilizaciones contra gobierno neoliberal en las protestas por la Reforma Previsional. Pero como si un edificio se derrumbara con fuerza en su interior, con cada detonación sintió el temor de sufrir nuevamente los abusos policiales. Nada volvió a ser igual.
Con el correr de los meses, se sumaron las consecuencias psicológicas de la represión: “Empecé a tener ataques de nervios cada vez que escuchaba estruendos. Aun hoy los sufro si me agarra desprevenida. Hoy en día estar trabajando desde la computadora de forma virtual se me complica mucho, no puedo leer bien las letras y todo el tiempo estoy forzando la vista”. Los controles que debe realizarse con cierta periodicidad, se suspendieron a causa de la pandemia y los riesgos a la salud.
Hoy entra en alerta cuando alguien o algo se le acerca a la cara. Tiene fobia. Pero también tiene una severa pérdida de visión del ojo derecho. Una mancha en el medio del campo de visión no la deja reconocer rostros o leer, porque tiene perforada la macula que se encarga de la visión fina. Puede distinguir formas y siluetas. No mucho más, el daño es permanente. Y una operación, por el momento, está descartada ya que la intervención del ojo podría generar un daño mayor.
La causa la tramita la Defensoría General de la Nación. El expediente caratulado como “Lesiones Leves” se inició el 2 de septiembre del 2017 y la investigación se encuentra a cargo del fiscal Dr. Edgardo Orfila.
Sus declaraciones ya se encuentran en los registros de la Dirección de Orientación, Acompañamiento y Protección a Víctimas (DOVIC) y de la Procuraduría de Violencia Institucional (PROCUVIN). Pero desde hace tiempo Clivia no recibe novedades y solo sabe que se encuentra en la etapa del cotejo de pruebas. Esas pruebas, al encontrarse involucrados efectivos de la Policía de la Ciudad, surgen en parte de las pesquisas que realiza la Gendarmería Nacional. La misma fuerza que el 1ro de agosto de 2017 desalojó a los tiros la Ruta 40, en un operativo severamente cuestionado que terminó con la vida de Santiago Maldonado.
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