La terraza es una selección de los mejores cuentos de la escritora argentina que fue contemporánea de una generación dorada de escritores, como el propio Borges, Bioy, Silvina Ocampo.
La terraza, de Beatriz Guido, Buenos Aires, FCE, 218 páginas
Cuentos perfectos para leer en las vísperas. El lector se preguntará en las vísperas de qué. De cualquier acontecimiento relevante, de las fiestas, por ejemplo. ¿Por qué razón? En principio, porque los secretos de familia siempre son atractivos. Más aún si los mezclamos en un cóctel de esnobismo, oscuridad y truculencia. Y agregamos al caldero los miedos de la burguesía y retazos de historia argentina. Si algo que vuelve imprescindible la lectura de los cuentos de Beatriz Guido, no cabe la menor duda de que a la pócima resultante de semejante mixtura habría que sumarle una pizca de cultura popular y algunas leyendas de esas que se pierden en los abismos de la memoria colectiva. Uno podría encontrarla en la recurrente aparición de la novia de Módena, quien a punto de iniciar su vida matrimonial, vestida para la ocasión, convierte su escondite en su propia sepultura.
La bella superposición de lo trágico y lo macabro, arquetípica del gótico victoriano, es marca de estilo en la narrativa de varias escritoras argentinas, pero en Beatriz Guido resulta deslumbrante y difícil de categorizar.
La terraza es una selección de los mejores cuentos de la escritora argentina que fue contemporánea de una generación dorada de escritores, como el propio Borges, Bioy, Silvina Ocampo. Quizá por ello no fue tan reconocida, si bien a mediados del siglo XX, cuando muchos de sus textos fueron llevados al cine por su pareja Leopoldo Torre Nilsson, ganó popularidad. Por ejemplo, La mano en la trampa, que en 1961 obtuvo el premio especial de la crítica en el festival de Cannes y que nos presenta a un jovencísimo Leonardo Favio en el papel de Miguel, un muchacho de pueblo peculiar, que pone en crisis la mirada ingenua frente a lo que oculta toda casa. Dicho cuento forma parte de la antología del Fondo de Cultura Económica y leerlo a la par de la versión cinematográfica resulta un ejercicio de esgrima interesante.
Como dice la narradora de Piel de verano, retrato inquietante de la hipocresía y la decadencia de la burguesía local, “enamorarse de una de nosotras es morir un poco”. Y entre citas dudosas de Novalis y paseos por estancias bonaerenses, la muerte se presenta en los cuentos de Guido como una opción y no como un castigo, de algún modo amarrada a un famoso verso de Quevedo: “vive para ti solo si pudieres porque sólo para ti si mueres, mueres.” Cada texto da paso a imágenes intensas, que sintetizan fragmentos de experiencia y figuraciones del dolor, como cuando nos dice que un hombre, “como un cometa, puede despedazarse en mil fragmentos que ya nadie pueda reunir”.
Guido pone en evidencia la fragilidad de los vínculos familiares y, de manera análoga, la certeza irremediable, redescubierta por Marshall Berman en Marx, de que todo lo sólido puede desvanecerse en el aire. Uno de los aspectos más interesantes en sus relatos pasa por lo siniestro, en los juegos, en los acontecimientos cotidianos, en las relaciones, en las niñas, en la emergencia de las clases sociales, en la incomprensión del peronismo, en la aparición (y, casi siempre, trágica desaparición) de los animales, por lo general pequeños: gatos, conejos, perros. También en la desesperación por el goce fugaz pero clasista de los placeres mundanos.
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