Ambiente

25 de Julio de 2020

La transición ya empezó: la pos pandemia es sin agrotóxicos.

Una mirada desde los orígenes de la agricultura y su transición hacia el modelo agroecológico de producción en Argentina. Por nuestra Informadora Ambiental Magalí Corujo.

Hoy les voy a contar una historia.

Pero para contarles la historia, necesitamos de la historia. En 1960 la mitad de la población argentina pasó del campo a la ciudad. Éxodo rural lo llamaron en el mundo. En Argentina, la industrialización y la urbanización comenzaban lentamente a hacer sus primeros pasos, y la modernización tecnológica en el sector agropecuario no tardó en llegar. Nuestro país ya se acentuaba como el magnate agrícola-ganadero. Todos querían lo nuestro.

Pero volvamos hacia atrás. Diría yo, a los comienzos. Y vamos a utilizar algunos números que de vez en cuando no vienen mal: el planeta Tierra tiene 4500 millones de años. La humanidad, 2 millones de años. Dentro de esos 2 millones de años, en los últimos 10 mil años aparece la agricultura como una de las formas que nosotros tuvimos de abastecernos de los recursos naturales que nos ofrecía la tierra para intentar sobrevivir en ella. Verde, impoluta, voluptuosa, limpia.

Todos querían lo nuestro les decía. ¡Y sí! Si vieran la Pampa bonaerense al amanecer… ¿quién la rechazaría? Con el tiempo, la Revolución verde no tardó en llegar, pero el nombre es sólo un engaño ¿Suena lindo no?

La Revolución verde proponía una serie de mejoras en el sector agropecuario. Un paquete tecnológico que respondía a las demandas del momento: “hay hambre en el mundo, entonces, tenemos que producir más”.

Por muchos años, la obtención de alimentos dependió necesariamente de la energía solar, pero en los últimos cincuenta años la introducción de la tecnología para aumentar la producción y ejercerla a gran escala, hizo que el sistema comenzara a depender cada vez más de la energía fósil. Y he aquí el origen de esta historia, donde este tipo de energía comenzó a jugar un papel preponderante en la aplicación de este paquete tecnológico moderno y los agrotóxicos coparon la parada. Satisfacer la creciente demanda bajo la producción a gran escala requería de mayor velocidad en la misma. El pequeño productor, dueño de las tierras que le correspondían por herencia, con la intención de adentrarse en ese mundo que le ofrecía mayor producción, y como consecuencia, un aumento en su economía, compró ese discurso altruista devenido de los pensadores de la Revolución verde y el resultado fue el contrario: la dependencia de agrotóxicos para aumentar esta escala de producción se volvió cada vez más fuerte, y como consecuencia, las deudas y los problemas financieros comenzaron a jugarles una mala pasada. ¿Los resultados? Se los resumo: vendieron sus tierras a algunos grupos de poder, dueños del capital suficiente como para incentivar este modelo de agricultura industrial y sostenerlo en el tiempo. La siembra directa y el monocultivo impermeabilizaron los suelos y éstos comenzaron a sellarse. La pérdida de diversidad biológica se acrecentó, y con ella, la capacidad del suelo para adaptarse a los factores ambientales. La erosión y desertificación del suelo fueron otras de las principales consecuencias, como resultado directo de la pérdida de masa vegetal y al avance de la frontera agrícola; y con ello, las inundaciones pudieron entrar en escena: sólo en 2017 afectaron 10 millones de hectáreas productivas.

Hoy Argentina es uno de los países con mayor aplicación de agrotóxicos en el mundo y el mayor consumidor de glifosato. Aproximadamente el 50% del campo argentino está en manos de las grandes empresas y según la ONU alrededor del 75% de nuestro suelo está en riesgo de desertificación. Las venas abiertas de nuestro país recorren el territorio de norte a sur, de este a oeste, por dos cuencas: la del cianuro, que empieza allá arriba, en los límites con Bolivia; y la del glifosato, bien acá cerquita, acentuándose en el norte de la provincia de Buenos Aires.

El consumo de estas sustancias tóxicas aumentó un 900% en los últimos veinte años. Y todo esto bajo el discurso de que este modelo trae la solución para el hambre en el mundo. ¿Es esto realmente cierto? ¿Aumentar la producción de alimentos bajo este modelo de agricultura industrial que asegura que si se aumenta la escala de producción, se contrarresta el hambre en el mundo, da resultados? ¿Por qué existe entonces una parte de la población mundial sobrealimentada y cerca de 260 millones de personas que se encuentran en situación de hambruna en casi 55 países diferentes?

Algo anda mal. Y es que el hambre en el mundo está asociado a otros factores: pobreza, riesgo, vulnerabilidad, desigualdad, injusta distribución de la riqueza, y podría seguir; pero no a la productividad de la agricultura industrial. Puede aumentar esa productividad, y, sin embargo, gente con hambre en el mundo seguirá existiendo; y en nuestro país, con hambre y agrotóxicos.

He aquí entonces la paradoja de esta historia: el 80% de la alimentación mundial está en mano de los pequeños productores y no de estas grandes empresas que fomentan el modelo tradicional. Entonces me pregunto, ¿cuál es la alternativa?

La alternativa se esconde en los modelos de producción que buscan recuperar la diversidad edáfica del suelo, la reactivación de los servicios ecosistémicos que ofrece trabajar la tierra y la coherencia con el contexto cultural, posicionándose como modelos socialmente justos y económicamente viables. Uno de estos modelos es la agroecología. Según Miguel Altieri (experto catedrático en la materia y promotor de la agroecología en distintos países de América Latina y el Caribe); la clave está en visibilizar un servicio autoregulado y sostenible en el tiempo, incorporando las externalidades al proceso de producción con el objetivo de democratizar el sistema alimentario en el mundo.

La agroecología desde sus inicios se posiciona en la vereda de enfrente del modelo de agricultura tradicional, y nace desde la conjunción de movimientos sociales y un conglomerado de técnicas específicas que la constituyen finalmente como una disciplina científica. Lo mejor de esta práctica radica en esto: su raíz está en el conocimiento tradicional de los agricultores, de los pequeños productores de campo, por lo que la interacción entre el saber local y el científico la hacen sumamente interesante.

El avance es cultural y multidisciplinario: el estudio de cómo producir alimentos de mejor calidad, generar ganancias para los productores, y de esta manera, obtener alimentos sanos; y al mismo tiempo, llevar a cabo prácticas productivas que generen sinergia con el ambiente y la biodivesidad que en él viven; es la mirada de la agroecología; y es esta la actividad productiva que tenemos que apoyar si no queremos seguir sufriendo las consecuencias de los fertilizantes, pesticidas y herbicidas en nuestra salud y nuestro ambiente.

Según fuentes oficiales, en inversión promedio por hectárea, la agroindustria gasta alrededor de unos 350 dólares, mientras que la agroecología minimizalos costos a unos 150 dólares aproximadamente. Si bajando los costos y obteniendo tranquilidad financiera, se mejoran los suelos y podemos pensar en la obtención de agroecosistemas sustentables en el tiempo, ¿por qué no empezar a intentarlo?

El proceso es largo y lleva su tiempo y reconozco que esta es una de las principales críticas a las bondades de la agroecología. La transición hasta la obtención de un agroecosistema sostenible en el tiempo, según Altieri, se desarrolla en un período de dos a seis años. Pero si lo que más importa en la agricultura es el suelo, y para recuperar sólo 10 cm de éste necesitamos alrededor de dos mil años, ¿vale esta crítica?

No obstante, hoy en día nuestro país se encuentra en una etapa de transición agroecológica y en nuestra provincia ya ha comenzado: el programa de alimentos bonaerenses a cargo del Ministerio de Desarrollo Agrario promueve el desarrollo local en cada región de la provincia promocionando la agroecología como estrategia. Asimismo, miembros del mismo Ministerio junto a funcionarios de la OPDS (Organismo provincial para el desarrollo sostenible), recientemente han avanzado en la implementación del sistema de gestión de envases vacíos de fitosanitarios en el marco de la Ley Nacional N° 29.279 y la resolución de la OPDS N° 505/19; y en febrero de este año presentaron los lineamientos para la conformación del Observatorio técnico de agroquímicos con la necesidad de intercambiar documentos científico- técnicos sobre el uso de los mismos y anunciaron la suspensión de la Resolución 246/18 que regula su uso por un año.

Iremos profundizando estas cuestiones bajo la fiel convicción que este es el camino, entendiendo que el contexto actual ha resignificado el valor de los alimentos y resulta vital seguir innovando en la producción de políticas públicas que incluyan la participación de la ciudadanía en estos temas y apunten a incentivar el circuito chico de comercialización, que ofrece amplias posibilidades para construir territorios socio-ambientales sustentables reivindicando el vínculo entre el pequeño productor y el consumidor.

Detrás de cada alimento están las historias de los trabajadores de la tierra y prima la necesidad de escuchar y de apoyar a las distintas iniciativas gubernamentales y agrupaciones sociales o de vecinos autoconvocados que luchan por estas nuevas prácticas sostenibles en el tiempo.

Visualicemos un escenario pos COVID-19 con menos agrotóxicos ¿Falta? Seguro que sí. Pero elijo pensar que vamos en camino. Se lo debemos a Fabián Tomasi, quien trabajó diez años para una empresa de fumigación aérea y murió el 7 de septiembre de 2018 contaminado por agrotóxicos. A él, y a las otras tantas personas que seguramente no conocemos pero que hoy están atravesando la misma situación.

No queremos que un país que supo ser el granero del mundo siga alimentando a la industria ganadera con semillas transgénicas contribuyendo a este modelo que destruye y contribuye a la emisión de gases de efecto invernadero.

No queremos ser el patio de atrás de criaderos industriales chinos y la cocina de nuevas pandemias. No queremos el modelo de Bill Gates en nuestras tierras. Los agrotóxicos en nuestro país NO TIENEN licencia social y el compromiso con esta causa nos involucra a todos


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