El más humano de los dioses

27 de Noviembre de 2020

Anatomía del desborde

/ Por Damián Duarte

 

No puedo escribir estas líneas de corrido. Tengo que dejar el teclado, levantarme, tomar un mate. Darles aire.

Le escribo a mi viejo: ¿cómo te pegó lo del Diego?

Mal -me dice- como a todos los que crecimos con esa zurda fantástica y esa forma de llevar la camiseta argentina por dentro. Yo era uno de los que creía que Diego no iba a morir nunca.

No puedo verlo. Hace muchos meses no nos vemos. Él se cuida y yo también. Pero sé que la noticia fue como estrellarse contra un muro de lamento. Sé que el aliento le quedó atrapado en la garganta. 

Gasté mi tiempo como pude. Discutiendo, debatiendo, abrazándome por celular. Tratando de explicar lo que no se explica, porque no podemos ser justos ni imparciales.

Porque en ese tópico descansan muchos otros. La idolatría, el amor, la profunda pasión, lo hegemónico, la lucha de clases, el rechazo, la cancelación.

Maradona es la especie monstruosa y deforme que nació de la barriada que muchos no quieren ver, donde cada mañana se sirven en la mesa un puñado de imposibles. Donde la tele, los diarios y las revistas nos llenan de imposibles. 

Esa imposibilidad es un abismo que te lleva a la locura. Y Diego se volvió loco, loco de amor por vivir. Como pudo, con lo que tuvo. Con la escolaridad incompleta, la piel quemada y las pupilas secas por millones de flashes desde sus 15 años.

¿A cuál de nuestras quebradizas moralinas vamos a invitar a juzgar hoy?

Solo tengo un par de certezas. Otra vez el futuro se cancela y de ahora en más, hablar de Maradona será el crepitar de un vinilo, el presente plegado, la fantasmagoría de la reivindicación, de la justicia poética.

Su pasión era desborde, sus vinculos eran desbordes, su placeres eran desbordes, sus declaraciones eran desbordes, su vida, su fortuna, su popularidad, su admiración. Todo en la vida de Maradona fue desborde. Cómo desborda un río incontinente que se lleva con él y para siempre a los que menos tienen, como aquello que habita constantemente el precipicio marginal.

Su despedida no podía ser menos ¿que otro desborde más hermoso podría existir que una multitud desterritorializando su propia corporeidad, revoleando una camiseta argentina y coreando su nombre en el corazón de la Casa de Gobierno? ¿Por qué querían un velatorio limpio, ordenado y que a las cinco de la tarde todos nos sentemos a tomar el té?

Esa imagen es el barrio llenando de sudor hasta el último mármol de la Rosada, que también es de ellos y les pertenece. Mucho más, que el brillo que ahí ofrecen a los emisarios del horror que la suelen visitar.

Maradona es desborde de significante, es tirarle piedras a la policía que reprime o escupirle dardos envenenados a Joao Havelange, es hacer trampa y saltar una reja o meter la mano y salir a festejar.


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