En el marco del Mes del Orgullo LGBTQ+, la escritora Zarateña Flor Andreoni (Leróncifa) presenta su nuevo relato titulado ¡Qué atrevidas!, una historia ambientada en Mar del Plata en los años 80, que celebra el amor entre mujeres, el coraje de vivir en libertad y la ternura como forma de resistencia.
El relato fue inspirado en un sueño compartido con su compañera de vida, y refleja con emoción y compromiso la fuerza de los vínculos sáficos en contextos adversos.
"Es un homenaje a quienes se atrevieron antes que nosotras, a quienes todavía no pueden hacerlo, y a todos los amores que se defienden incluso en silencio", señala Andreoni.
Con una prosa cuidada y una mirada profundamente humana, Flor continúa consolidándose como una de las voces más sensibles y comprometidas de la literatura local.
Compartimos el relato:
¡Qué atrevidas!
Mar del Plata, 1989.
El viento de otoño se cuela por las costuras del jean y la nostalgia. La rambla huele a sal, a cigarrillo apagado y a un país que duda de sí mismo.
Se conocieron en un bar frente al mar. Elena leía sobre la Segunda Guerra. Andy tomaba un cortado con edulcorante. Una canción suave sonaba. Andy murmuró la letra. Elena levantó la vista.
—Qué raro escuchar a alguien con tan buen gusto musical.
—Más raro es encontrar a alguien tan linda con tan buen gusto musical.
Y así empezó todo.
Se hicieron compañeras de caminatas y cafés. Las dos venían de matrimonios secos, de vidas calladas. Se tomaban de la mano solo cuando nadie miraba. Caminaban por la rambla al atardecer y en público se decían “che”, aunque por dentro ardieran por decirse “amor”.
Una tarde, Elena preguntó:
—¿A vos también te gustan las mujeres?
—Desde que tengo memoria —dijo Andy—. Pero me la guardé en un cajón.
—Yo también —susurró Elena—. Hasta que me harté de abrirlo y ver que no quedaba nada vivo ahí adentro.
Buscaron un rincón donde respirar no doliera. Al sur de la ciudad, entre carpas desteñidas y banderas multicolores, encontraron su lugar. Nadie preguntaba “a qué te dedicás”, sino “qué te hace feliz”.
Allí conocieron a Luz del Plata, una transformista luminosa, y a Santiago, un chico trans que vendía pulseritas.
—Ustedes son hermosas juntas —les dijo.
Elena le tomó la mano a Andy, sin miedo.
Volvieron más de una vez. Santiago les regaló un libro de Audre Lorde con una dedicatoria:
“Para quienes se atreven a vivir como si el futuro ya hubiera llegado.”
Ese día, supieron del ataque a una piba trans. Era amiga de Luz del Plata.
Andy cerró el puño. Elena se acercó:
—No podemos seguir escondiéndonos. Amar también es defender.
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Días después, en un bar cerca del Torreón, un grupo de médicos las observaba. Uno, con la arrogancia del guardapolvo colgando, comentó en voz alta:
—Muchachos, ¿pedimos un par de tortas?
Andy lo miró fijo. Elena, por primera vez, no bajó la vista.
Y ahí, sin grandes gestos, empezó todo.
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Empezaron a verse seguido. Primero caminatas. Luego cafés. Después, las tardes enteras en casa de Andy. Elena decía que preparaba un concurso docente. Nadie preguntaba. O sí. Pero nadie decía nada.
Un día de lluvia, Elena cruzó el umbral del departamento y se quedó a dormir. No pasó nada. O pasó todo.
Se abrazaron como si el mundo estuviera por caerse.
Andy durmió con una mano en la cintura de Elena, como si la sujetara para no derrumbarse.
Pero el miedo persistía.
En el colegio, una alumna se acercó:
—Profe, ¿es verdad que está saliendo con una chica?
—¿Y si lo estuviera?
Risas nerviosas. El rumor no dolía por lo que decía, sino por lo que amenazaba: su vocación, su derecho a amar.
Esa noche, Elena fue a lo de su madre. La casa olía a sopa y a juicio.
—¿Quién era la chica con la que te vieron? —preguntó su madre.
—Se llama Andy. Es alguien que me importa.
—Mirá, no me meto… pero sos docente. Hay chicos, padres… límites.
—Eso, mamá, soy yo.
Se fue sin lágrimas. Pero al llegar al auto, el llanto brotó como limpieza. No era derrota. Era un duelo que, al fin, comenzaba a terminar.
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Volvieron al bar donde se conocieron. De la mano. Tarde otoñal, sol bajo, clientes con diarios. Entre ellos, médicos del hospital donde Elena trabajó. Murmullos. Una doctora la escaneó con los ojos:
—¡Qué atrevidas!
Andy soltó la mano de Elena, no por miedo, sino por impulso de protegerla.
Pero esta vez, Elena se levantó. Se acercó a la mesa con fuego en la mirada.
—Sí, doctora. Atrevidas. Como las que se salvan al dejar de mentirse.
Andy se sumó, sin titubeos:
—Amamos en voz alta porque sabemos lo que es callar hasta enfermar.
Salieron sin pagar. La dueña del bar, de pelo rojo intenso, les guiñó un ojo.
—Qué lindas que están. Se nota que se quieren.
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En la plaza de los lobos marinos, Santiago organizó un festival improvisado. Lo llamó “La primavera desobediente”, aunque todavía era otoño.
Hubo banderas, tambores y brillo.
Luz del Plata cantó “True Colors” y lloró medio pueblo.
Andy y Elena se sentaron en el pasto. Se tomaron de la mano. Santiago les ofreció un grabador viejo.
—Elijan una canción.
Elena pidió una de Sandra Mihanovich.
Cuando empezó a sonar “Soy lo que soy”, se miraron.
—¿Creés que todo esto vale la pena? —preguntó Andy.
—Ya está valiendo, amor. Mirá lo que hicimos.
Se besaron. Fue un beso de otoño: suave como niebla, firme como una decisión tomada a tiempo.
Cerca, un grupo de señoras murmuró:
—Miren esas dos. ¡Qué atrevidas!
Pero esta vez no hubo escándalo.
Ni respuesta.
Solo música. Baile. Libertad.
Y un aplauso suave como un oleaje.
Elena apoyó la cabeza en el hombro de Andy. El mundo seguía girando.
Pero por fin, giraba a su favor.
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