Del Libro de dichos y dudas, de Arthur Schnitzler, Santiago de Chile, Ediciones UDP, 168 páginas.
Probablemente la intención que dio origen a El Libro de dichos y dudas (1927) haya sido dejar testimonio, dar cuenta de las memorias de un escritor que, aun habiendo mantenido correspondencia con Freud, buscaba volcar en el papel reflexiones inasequibles por fuera de la intimidad, alejadas del mundanal ruido. De hecho, esta versión que llega a nosotros es un mosaico de aforismos que disecciona la esencia del pensamiento ético-filosófico de Arthur Schnitzler, poniéndonos en guardia contra las confusiones cotidianas, la menor de las cuales es confundir superficie clara con superficialidad, profundidad con abismo. En cada frase, Schnitzler se mueve por el eterno trío del amor, el juego y la muerte y explora la naturaleza elusiva de la duda, como la prueba más potente de lo absoluto. Al fin y al cabo, como ya habían demostrado los románticos alemanes en el Athenaeum, un fragmento no es una miniatura inacabada, sino un ejercicio de escrupulosidad intelectual. George Steiner dijo alguna vez al referirse a la fuerza del epigrama que se trataba de enfrentarse a una de esas verdades condensadas que produce un silencio repentino, análogo al que dicen los pilotos que hay en el ojo de un huracán. Y este libro postula el filosofar como una forma de pensar en espirales, espirales que nos elevan sin alejarnos del centro del mundo.
Arthur Schnitzler (1862–1931) personifica la ambivalencia de la modernidad vienesa. Médico de profesión e hijo de un eminente laringólogo, vivió bajo la tensión constante entre su formación clínica y su genio literario. Fue el observador implacable de la decadencia del fin de siècle, cartografiando el inconsciente con tal precisión que Sigmund Freud lo consideró una especie de doble intuitivo. Su carrera literaria estuvo marcada por escándalos y censuras, desde los ataques al código de honor militar en El teniente Gustl hasta el erotismo de La ronda. Esta dualidad técnica y espiritual le permitió alcanzar una conciencia singular, ese poder intuitivo que la razón genera pero no contiene totalmente. Schnitzler no fue solo un narrador de salones, sino un anatomista de las mentiras vitales, un dramaturgo de fuste y un artista pletórico de contradicciones.
“¿Has entendido? ¿Has perdonado? ¿Has olvidado?” se pregunta Schnitzler. Y a pesar de que la crítica ha intentado alejarlo del tópico de evocador morboso de cierto decadentismo, para reconocerlo como un autor clásico de la modernidad, a la altura de Hofmannsthal o Thomas Mann, su obra permanece difusa, perdida o traspapelada entre los estantes de alguna vieja librería. Esta edición de la Universidad Diego Portales, en una excelente traducción de Adan Kovacsics, resulta un hallazgo porque recupera la posibilidad de leer esa prosa tardía, la cumbre de su creación, donde la maestría de la forma supera cualquier impulso nihilista. Testamento de la responsabilidad del hombre por lo que dice o simple juego donde lo verdadero y su reflejo se entrelazan de forma indisoluble, un libro de aforismos en plena era de pensamiento rápido, el estoicismo de pantalla y la atención diseminada puede ser clave para entender la realidad y habitar el mundo. Para regresar, antes de que el fin de año escuche las plegarias de cada cual, al extraño ejercicio de leer y dudar, con una sonrisa solitaria y una copa en la mano.
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