Reseña

27 de Agosto de 2020

El hombre sin biografía

Prólogo de Guillermo David al libro El Último Hablante - Poesía Inédita 2000/2020 del poeta Osvaldo Costiglia, publicado por Ediciones Urania.

/ Por Guillermo David

 

Acaso la palabra que se asocie más fácilmente con la figura, la oralidad, la poesía de Osvaldo Costiglia sea “cadencia”. Su hablar quedo, la voz trémula, por momentos declinada en un repentino falsete que se pierde en un silencio interrogante, acompañada de miradas puras, cristalinas, propias de quien ha logrado permanecer inocente en medio del infierno, se desliza en una cadencia tenue por la lengua, por las lenguas, las infinitas lenguas que ausculta como una novedad ante la cual, siempre sorprendido, no deja de mirar con ojos piadosos, equitativos. Porque hay en las escansiones con que prácticamente deletrea su poesía (y cuando digo “su” poesía incluyo la de aquellos que admira, que toma como maestros, de la cual se apropia y nos la trae como un don, como un acontecimiento cósmico ante el cual hemos de prosternarnos, culpables de gratitud)  un delicado sumergirse en la música de las palabras que traman su imposibilidad de aceptar el mundo tal cual es. Pues siempre una incomodidad ante el oprobio del mundo, nunca un exabrupto, del que abomina, es lo que indica el origen de su larga conversación con la dicha y la desdicha, a las que acaricia como una madre apacigua a su niño frente a un miedo antiguo con palabras que son ensalmos, salmodias, endechas o conjuros. 

Dos de sus fuentes fundamentales han sido la poesía y la lengua italianas forjadas a mediados del siglo pasado que acompañaron su primera juventud, en diálogo con las cuales amasó su propio tono, su voz y estilo poético. Tal vez habría que agregar a esa serie el cine italiano de posguerra, en su bies neorrealista, que Costiglia visitó los domingos por la mañana en el cineclub de Bahía Blanca en aquella extraña ceremonia que el diario fascista local llamó, con extraña precisión, “la misa de las izquierdas”. Puesto que en su poesía hay un halo melancólico que reconoce en las imágenes de aquella cinematografía su homólogo, su equivalente general del cual se postula como cadena metafórica, como comentario secreto.

Nunca sabemos del todo quién habla en su poesía. Es un yo en deriva, que se inviste de figuras vagamente indefinibles. Costiglia suele apelar a una voz narrativa que reclama al lector. Lo hace pidiendo permiso a las palabras, escogiéndolas con inusual gentileza y precisión. Se vuelve, así, “un huésped de sí mismo / que no se explica de dónde le viene ese permiso / para tratar con la carga de mudez de las palabras”. En su poesía siempre hay relato, más o menos enmascarado, que como una potencia muda late bajo el texto. Se trata de una dimensión recóndita que a veces adquiere la forma de un vacío, un supuesto a develar, un llamado desoído, cuya clausura inaudita compete al lector. A veces ese “tú” intempestivo, habilitado por sus años -una década- madrileños y la frecuentación temprana del modernismo, resuena como un latiguillo locuaz que provoca un extrañamiento por momentos estremecedor. No estamos habituados a ese tipo de interpelación directa. Sin embargo, en sus modos el poeta, la voz que habla en los textos de Costiglia, no suele ser un contradictor, sino más bien la forma desvencijada pero noble de una deriva del pensamiento que nos enlaza y con la que tramamos nuestras vidas. La tradición filosófica que supo frecuentar llamó dialéctica a ese modo de cifrar las coordenadas del mundo de los otros, ese mundo inapropiado y falaz al que acuna en su verba. Osvaldo Costiglia concede lugar a ese género de situaciones impares tratando de auscultarlas, de indagar en su funcionamiento en la lengua, midiendo su rendimiento al ser desencajada, salida de madre. 

En su poesía hay a veces una furia moral morigerada, ciertas iras antiguas más o menos soterradas y alusiones imperceptibles que proceden del laboreo de secuencias históricas infaustas a las cuales acoge con escucha extrañada: un asombro perpetuo del cual sólo salimos pensando. Volviendo a pensar. Porque “la vida pisa sus propias huellas”. Pero aunque la melancolía hace su trabajo, siempre hay un hálito redentor, aún en la maestría de una derrota: “Sospechas que entre las palabras que no olvidaste /puede estar la que te salve / sea como sea los sabios consideran que en estos casos / si la pérdida es limpia y neta / la podés considerar una ganancia”. 

¿De qué está hecha la biografía de un poeta? Es lícito tramar su vida, como cualquier vida, con eventos meramente exteriores donde venturas y catástrofes se reparten en forma equitativa -aunque con una fuerte inclinación hacia lo último, naturalmente. La antigüedad latina fue prolífica en un género específico: las vidas de santos. Una hagiografía propende al ministerio moral y la suscitación de exempla imitativos, apela, por contraste, a la culpa de ya no ser. Hoy no es una opción ser santo. Porque no se sabe qué hacer con el santo: escapa a toda regla, es una vacuidad abstrusa que no cabe en la trama de cadenas que conforman el mundo contemporáneo. Su ejemplo no es ejemplo de nada, es solo singularidad, la de aquel que comulga con lo sagrado. La vida de un poeta del tipo de Osvaldo Costiglia debería adscribirse, forzándolo, al género hagiográfico. No porque sea un santo, ni mucho menos -aunque sí, para muchos de nosotros, un ejemplo de ética militante: solidaridad, humildad, bonhomía, sensatez, son lugares comunes con que asociamos a su figura. Sino más bien por su capacidad de entender las cosas siempre desde las razones del otro, en primer lugar, concediéndole una entidad no siempre merecida, pero de la cual extrae algo, un zumo vital que activa encapsulándolo en nuevos relatos, en alegorías con vocación reparadora. Las formas de la dicha en la poesía de Costiglia se vuelven así un ensimismamiento con el que construye pequeñas gemas cinceladas, desbastadas de la dura piedra del castellano, que entrega como dádivas prístinas y enigmáticas a un mismo tiempo. 

Por respeto al misterio, optó por el idioma de las matemáticas. Fue en vano. O no. La utopía de un habla perfecta se fue desvaneciendo hasta el punto en que solo el retorno al hogar originario de la lengua restituyó las preguntas básicas que procura todo hombre. Buscar una veta de oro en este lecho rocoso de sueños ha terminado por darnos hambre, dice, Costiglia, y mira fijo, esperando algo que no sabemos si ha de suceder. O que, más bien, sabemos que sucede. Pero en otra parte, o después, o antes, o siempre. Y es que sabe que el límite último del lenguaje, donde el sentido se anuda a un silencio anterior, está al acecho. Esa tensión es el drama íntimo del decir poético. Para Costiglia ya llegamos al punto en que comenzamos a olvidar, es por eso que la poesía ha de ser una mano que renuncia señalar, que prefiere el gesto de personas desconocidas que sin saberlo se vuelven ángeles radiantes, a los que sólo cabe sentir pasar con levedad de sombras. “Tirás las dos primeras líneas de un texto que no parece deberle nada a la memoria”, dice, y espera. He visto escenas como ésta decenas de veces. Osvaldo musita con su voz tenue y espera. Sabe que algo está sucediendo, que va a suceder en quien se asoma, invitado por él, al enigma del lenguaje. 

Recuerdo nuestras primeras conversaciones. Éramos jóvenes, era la dictadura que se iba. La Revolución se alejaba. Lo sabíamos, pero no nos lo decíamos. Eran momentos de pasiones encontradas, de apertura a nuevos pensamientos que en su casa, en su biblioteca, prometían una huella a seguir. Para el antiguo militante que era, la poesía era un oficio oculto, casi vergonzoso. Era su secreto cultivado ya para entonces durante una treintena de años, que cobraba forma cada mañana mientras garabateaba en prolijos cuadernos repletos de tachaduras buscando una explicación que los demás discursos no proveían. Más o menos marxistas, sospechábamos que otras albas nos serían brindadas bajo la forma de una revelación no por inesperada menos anhelada. La literatura estaba allí, en los entresijos de los cuadernos de Marx, en el endiablado fraseo de Gramsci, en los textos olvidados de un Heidegger, un Montale o de un Celan. Hoy ya no somos jóvenes. Hemos atravesado el bochorno de nuestra época, que, como todas, perturbó toda certeza. Hoy, sin embargo, volvemos siempre a la misma conversación, aunque cambien los nombres, los personajes, la trama de sentidos. La poesía de Osvaldo Costiglia es, en definitiva, para mí, y para muchos de nosotros que lo consideramos un maestro, la caja negra de nuestras vidas, hombres sin biografía posible. 

 

Rosas a orillas del río Colorado

Parte para el general dijo un mestizo 

de rojo chiripá con el inglés detrás;

y del rancho salió un hombre rubio

como rodeado de silencio.

Ah, es usted míster, ya me habían 

avisado días atrás que andaba por la zona,

ni la sombra de una sonrisa

mientras hablaba.

Pero pase usted, pase, hablemos… 

hablamos, pero parece

que se le ha quedado algo en el tintero.

Ah, le interesa lo que pienso 

del gobierno de estas regiones

que nos disputa el indio.

Mire, yo soy un bicho de campo adentro 

me crié entre animales, entre caballos.

¿Cómo se doma un caballo?

Hay dos maneras: 

la del gaucho y la del indio,

palenque, espuela y rebenque

o caricias, sobe y hambre.

Como tengo gauchos a mi cargo 

y tengo indios enfrente,

uso una mezcla de ambas:

primero la del indio y si no basta,

la del gaucho.

Darwin pensó que a pesar de todo 

no era muy distinta de la que el imperio usaba,

y que le trajo prosperidad y ventura.

Bueno, señor que tenga buen regreso 

al fuerte del Carmen, aquí bien la escolta, 

hasta la próxima.

No hubo próxima, salvo un pie de página 

pesaroso en el “Diario de viaje”

corregido cuando el bloqueo.

 

                                                   Osvaldo Costiglia


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